Al igual que a la autora le costó cuatro años escribir su cuarta novela, yo la tenía en mi lista de libros que quería leer desde hacía un tiempo indefinido que ya ni recuerdo ni puedo cuantificar.
En la novela cuatro mujeres cuentan en primera persona su propia historia en una época de confusión ideológica y crisis generacional. Un tiempo que, sin duda, ni ellas mismas, ni los lectores atrapados en las redes de la novela, podrán olvidar. Por su enérgica plenitud, por el absoluto control del lenguaje y la estructura novelesca, Atlas de geografía humana supone la definitiva consagración de una escritora que, un libro tras otro, nunca ha dejado de sorprendernos.
En el Departamento de Obras de consulta de un gran grupo editorial, cuatro mujeres trabajan en la confección de un atlas de geografía en fascículos. Reunidas por azar en ese proyecto, y muy distintas entre sí, todas comparten, sin embargo, una edad decisiva, en la que el peso de la memoria matiza ya la conciencia del tiempo y de la Historia. Mientras investigan, buscan materiales y fijan datos, Ana, Rosa, Marisa y Fran se encuentran en ese punto de inflexión de la vida en que no pueden aplazar más la necesidad de encararse de una vez consigo mismas, despejar dudas, deseos y contradicciones ya insostenibles para situarse ellas mismas en su propia geografía, en su propio atlas. Así, iremos descubriéndolo todo sobre cada una de ellas y sobre el mundo que las rodea, que no es otro que el de toda una generación: su soledad, sus inhibiciones, sus sueños truncados, sus decepciones, pero también sus pasiones y sus amores inconfesados, su dureza y su ternura, sus derrotas y sus grandes conquistas. Almudena Grandes consigue aquí la difícil y delicada tarea de tramar, mediante la «pequeña historia» de cuatro mujeres, un gran fresco lleno de resonancias que configuran exactamente lo que sugiere el título: un atlas de geografía humana.
"Aquel día, desde que me levanté, y a esas horas aún era de noche, el desastre acechaba desde el fondo de todos los caminos. Era 3 de diciembre, exactamente un año después de emprender mi viaje a Suiza, pero no me alarmé, la efemérides no podía empeorar lo que ya era peor, y estaba acostumbrada a esa clase de días, sabía domarlos, aunque jamás lograría destripar el mecanismo de un fenómeno ligado a sus peores excesos, la misteriosa duplicidad que , precisamente entonces, yo misma distinguía en mí misma con mucha más nitidez que en los buenos momentos, cuando el indicio más insignificante dotaba a mi esperanza de alas tan poderosas como para elevarme sin dificultad sobre el vasto y sólido universo de la sensatez. Los Hombres X, mutantes voladores, anfibios, amorfos, inermes o invencibles, con láser en los ojos, garras de acero en los dedos, muelles en los pies o visión de larga distancia, me contaban cada tarde la historia de mi vida, mientras trataban de recuperar sin éxito la condición humana que habían perdido contra su voluntad. Porque en mi caso, como en el suyo, no se trataba de vivir dos vidas diferentes, que eso al fin y al cabo no es tan difícil, sino de vivir una sola vida desde dos naturalezas distintas, registrar cada acontecimiento en dos memorias separadas y simultáneas, duplicar una sola mirada que contempla un mundo único para interpretar después dos informaciones paralelas, aisladas entre sí, quizás contradictorias, la de los humanos que fueron, la de los mutantes que son.
A veces me sentía como si algún espíritu parásito, arteramente cobijado en mi interior, hubiera decidido aflorar a la superficie para divertirse, poseyéndome solo a ratos, o tal vez, porque alguna pieza del rompecabezas tenía sentido fuera de mí misma, como si una zona oscura y anterior de mi propia conciencia pudiera medrar a placer y a traición, hasta convertirse en un ser completo, capaz de suplantar al que yo había creído encarnar hasta aquel instante. No encuentro otra manera de explicar lo que me ocurría, la tumultuosa coexistencia de una mujer que era, y otra que deliraba, en los concretos límites de mi propia persona, y la angustia que nos atenazaba a las dos por igual en días como aquel, cuando la que existía no tenía fuerzas para delirar y la otra había perdido ya cualquier esperanza de existir de verdad alguna vez."
Estos pasajes me traen a la memoria experiencias recientes vividas no en primera persona, pero si en la angustia y lo que en realidad podía sentir mi propia hija, la cual a pesar de ser escritora también, era incapaz de definir y poner palabras a lo que estaba sintiendo y sufriendo. Y por ello acabó quitándose la propia vida, se suicidó. No veía ninguna salida y lo hizo también por liberarnos a nosotros de ver su sufrimiento y sufrir por "su culpa". La culpa no era suya, sino de la enfermedad mental que padecía. Ea muy joven 24 años, con toda la vida por delante, pero como ella misma decía, había vivido mucho.
Por ello este otro párrafo del libro que transcribo a continuación, me viene como anillo al dedo para expresar lo que yo he sentido.
"Estos finales destrozan cualquier guión. La muerte siempre es una salvajada, pero hay muertes más terribles que otras, y la de Marita ha sido brutal para mi, para nosotros. Y no sólo porque cuando alguien cercano se muere a destiempo, siendo aún tan joven, tan fuerte, el dolor te obliga a tomar conciencia de la precariedad de tu propia vida, te obliga a preguntarte por qué no habrás muerto tú, en lugar de ella, y a asumir de golpe que esto no va a durar siempre, que esto puede acabarse sin avisar, cualquier día, sino porque, además, cuando Marita murió, empecé a comprender que se estaban muriendo muchas cosas, que mi propia vida, el mismo mundo había enfermado de gravedad sin que yo lo hubiera advertido siquiera."