Miró alrededor como si viera el mundo por primera vez. ¡Que hermoso era aquel mundo! Variado, extraño y enigmático azul aquí, amarillo y verde más allá; las nubes se deslizaban como el río; el bosque y las montañas conjugaban su estática belleza: todo era misterioso y mágico. Y en medio de todo esto, él, Siddhartha: ya no eran los hechizos de Mara, no eran ya el velo de Maya, dejaron de ser la absurda y contingente multiplicidad del mundo de las apariencias, indigna de los profundos pensamientos del brahmán, que la desprecia y sólo busca la unidad. Para él, ahora , el azul era azul y el río era río; y aunque en el azul y el río vistos por Siddhartha subsistiera, latente la idea, la idea de unidad y de divinidad, no era menos representativo de la condición divina el ser aquí amarillo, ahí azul, más allá cielo y bosque y aquí otra vez Siddhartha. El "sentido" y la "esencia" no se hallaban en algún lugar tras de las cosas, sino en ellas mismas, en todo.
¡Que sordo y limitado he sido! -pensó luego aligerando el paso-. Cuando alguien lee un texto cuyo sentido quiere descifrar, no desdeña los signos ni las letras, ni los considera una ilusión, un producto del azar o una envoltura sin valor, sino más bien los lee, los estudia y los ama, signo por signo y letra por letra. Pero yo, que deseaba leer el libro del mundo y el libro de mi propio ser, desprecié sus signos y sus letras en función de un sentido que les había atribuido de antemano. Y denominaba ilusión al mundo de las apariencias, considerando mis ojos y mi lengua como fenómenos contingentes y sin valor alguno. Pero esto ya pasó: me he despertado, estoy totalmente despierto y hoy, por fin, he nacido.
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